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Cuando mi papá era mi papá

Esta narración te la dedico a ti que el fallecimiento repentino o no de algún integrante de tu familia abuelos, abuelas, parejas, padres, madres, hermanos, hermanas, hijos, hijas, e incluso, una mascota te cambió la vida. Es para ti que te quedaste en la vida tras la muerte de tu persona amada y tuviste que vivir tanto tu propio duelo, como las secuelas del duelo de los demás miembros de la familia.

A ti te comparto la historia de mi familia para convertirla en un espejo donde, con amor, te puedas mirar y mires a aquellos que también están en duelo.

Para hacerlo, debo retroceder en el tiempo.

Desde sus zapatos.

Cuando mi papá tenía 17 años, su hermano favorito murió a causa de una afección cardiaca con tan sólo 19 años. Un mes más tarde, perdió a su hermano de 12 años a consecuencia de una pedrada en la cabeza. Tan sólo unas semanas después, también falleció su abuela materna.

El dolor de mi abuela, su madre, fue tan grande que la desconexión fue la única manera en que pudo seguir viviendo. En ese momento, mi abuelo perdió no sólo a sus hijos, sino también a su esposa. Mi papá, su hermano mayor y cuatro hermanas, se quedaron sin mamá, sin abuela y sin hermanos.

La magnitud de todas estas pérdidas fue tan grande, que incluso amigos y familiares cercanos no supieron cómo estar para mis abuelos y, mucho menos, cómo apoyar a los hijos. No hubo orientación ni acompañamiento de ningún tipo. Cada uno hizo lo pudo.

Al poco tiempo, mi papá dejó Veracruz para estudiar la universidad en la Ciudad de México y se alojó en casa de su hermano mayor. Ese tiempo de convivencia los unió más, quizás porque, además, eran los dos hombres sobrevivientes de los cuatro hermanos varones de la familia.

Años más tarde, mi papá también tuvo que decir adiós a ese hermano y a su padre, quienes murieron, uno por diabetes, y el otro de un corazón roto. Más duelos.

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Ahora, mi tiempo.

En mi historia de vida, mi papá fue un ser en duelo, lleno de dolor y miedo. Su estado interior no le permitió ser el padre más presente, ya que, para no sentir, siempre estaba en acción, trabajando en exceso o haciendo algo que le permitiera evadirse. Sin embargo, cuando se hacía presente, sí me regaló su versión amorosa, consentidora, divertida y protectora.

Todo cambió cuando mi mamá murió. Mi papá tenía acumulado tanto dolor a causa de tantas pérdidas que, la única forma en la que pudo sobrevivir fue estancándose completamente en la desconexión y evasión. Y así fue cómo yo me quedé también sin el papá que conocía y amaba.

Una vez en la evasión, mi papá evitó hablar de mi mamá y de lo sucedido. Parecía como si en nuestra familia nunca hubiera habido una esposa o una madre.

Cómo él había aprendido que ante la muerte de un ser querido cada uno hace lo que puede y no se busca orientación o acompañamiento, mi hermano y yo vivimos así esta experiencia tan dolorosa.

Como recuerdo poco de mi hermano durante esos años, sólo puedo hablar por mí y debo decir que vivía triste, sintiéndome abandonada, confundida, enojada y muy sola. En esa época me destruí bebiendo en exceso, descuidando lo que comía, buscando relaciones tóxicas, despilfarrando dinero, enferma, con reclamos a Dios, a la vida y, por supuesto, a mi papá. No entendía cómo, en lugar de estar cerca y ver lo que estaba pasando con nuestra familia, cada día se alejaba y evadía más.

Lo vivía todos los días, sin embargo, no veía con claridad la realidad. Fue hasta que, en una ocasión, me internaron en el hospital de emergencia cuando mi papá llegó, me vio, pagó la cuenta y se fue que, me di cuenta de que dependía solo de mí estar bien.

Aunque me dolió profundamente su lejanía, la verdad es que fue lo mejor que me pudo haber pasado: fue entonces que empecé a buscar ayuda para sanar los dolores de mi alma.

Adiós al duelo.

Conforme fui sanando mi corazón, pude acercarme a mi padre y conocer al hombre en quien se había convertido. Pudimos crear una relación actualizada al momento de vida de cada uno. Fue un proceso largo y difícil. Muchas veces, sus acciones me ayudaron a descubrir nuevas heridas o a darme cuenta de que las que ya conocía no habían sanado del todo. Sin embargo, cada día me sentía más completa y en paz.

Cuando mi papá murió, no sentí arrepentimientos, no albergué resentimiento o tuve reclamos hacia él. Pudimos restablecer una conexión y eso me ayudó a poder despedirme de él con gratitud, amor y en armonía para acompañarlo hasta que su corazón dio el último latido.

Querido lector, lectora, si tú estás viviendo una situación similar, sé paciente y compasivo, contigo y con quienes también lo están viviendo. El duelo es un proceso que lleva tiempo, del que se debe hablar expresando su sentir, respetando las etapas y los tiempos de cada uno, siendo vulnerables y dejando de querer arreglar al otro para evitar sentir o vivir el dolor propio. Vive tu duelo acompañado, porque nadie tiene que pasar por la muerte de un ser querido, haciéndose el fuerte y en soledad.